Cuando los vínculos no envejecen bien: la otra soledad

Irina Janowski
Psychologist
Hay una forma de soledad que no siempre se ve. No es la del aislamiento, ni la de quien “vive solo”, sino la que se instala cuando los vínculos que nos rodean ya no alojan.
Relaciones familiares, afectivas o sociales que perduran en el tiempo, pero no se actualizan. Funciones que se repiten —como cuidar, agradecer, no molestar— aunque ya no tengan sentido. Presencias que están… pero no vinculan.
En la vejez, esta soledad silenciosa puede volverse estructural. Se acumulan décadas de sostener a otros, de cuidar, de resolver. Pero cuando ya no se es necesario, ¿qué lugar queda?
Muchos mayores no se quejan de estar solos. Se quejan, si se los escucha, de haberse vuelto prescindibles.
De que nadie les pregunte qué desean.
De tener que agradecer cada gesto, aunque esté vacío.
De sentir que sus vínculos han envejecido peor que su cuerpo.
No se trata solo de compañía
Tener personas cerca no garantiza la presencia emocional. A veces, las
relaciones más cercanas son también las más rígidas, las que exigen que el mayor “se porte bien”, que no complique, que no moleste. Que acepte su lugar con gratitud. Que sea, en definitiva, funcional.
Pero las personas mayores siguen teniendo deseo, preguntas, enojo, culpa, necesidad de sentido. Siguen queriendo hablar de lo que no fue, de lo que dolió, de lo que aún duele. Y no siempre encuentran espacios donde hacerlo sin ser infantilizados, corregidos o directamente desoídos.
La salud emocional en la vejez no se limita a tener pasatiempos ni buena memoria. Tiene que ver con seguir habitando un lugar vivo en la trama de los vínculos. Un lugar donde lo que se dice importa. Donde el otro escucha sin traducirlo todo en “síntomas de la edad”.
Lo que propongo no es consuelo, es pregunta
¿Qué pasaría si dejáramos de pensar a los mayores como “usuarios de
servicios” o “beneficiarios de cuidados”?
¿Qué ocurriría si los tratáramos como interlocutores activos, con capacidad de
incomodar, transformar y desear?
Quizá lo más revolucionario no sea cuidarlos más, sino vincularnos mejor.
Permitirles ocupar nuevos lugares en la escena afectiva.
No exigirles que agradezcan lo que no pidieron.
Y sobre todo, dejar de hablar sobre ellos y empezar a hablar con ellos
La otra soledad no es la falta de compañía. Es la ausencia de sentido en los
vínculos que se arrastran sin renovarse.
Reconocerlo no es derrotismo. Es el primer paso hacia una forma más
humana, más recíproca —y sí, más clínica— de acompañar la vejez.

