Cuando el cuidador envejece

Irina Janowski
Psychologist
En las parejas mayores donde uno cuida al otro, solemos ver la superficie: la enfermedad, la rutina, el cansancio. Pero lo que realmente conmueve —y muchas veces desestabiliza— ocurre en un plano más profundo: la reorganización simbólica del vínculo.
El envejecimiento del cuidador no es solo un dato biológico. Es un
acontecimiento psíquico: a medida que sostiene al otro, se ve obligado a sostener también la imagen de sí mismo que se desmorona. El cuerpo frágil del compañero opera como un recordatorio anticipado del propio final, y el acto de cuidar se convierte en una forma compleja de negociar con la temporalidad, la pérdida y la identidad.
En esas dinámicas, el amor puede volverse un territorio ambiguo. Lo que antes era un intercambio entre semejantes se transforma en una relación asimétrica donde aparece un riesgo silencioso: que el rol de cuidador expulse toda otra forma de ser. No es extraño que muchos describan una sensación difusa de “desaparición subjetiva”, como si el yo quedara subordinado a la función.
Lo inquietante es que esta transformación suele ser celebrada socialmente como virtud: “qué admirable”, “qué fortaleza”, “qué entrega”. Pero desde la psicología clínica sabemos que esa lectura moral enmascara otra cosa: una tensión interna entre idealización, culpa y agotamiento. La cultura felicita al cuidador justo en el lugar donde más lo deja solo.
El desafío real no está en promover descansos esporádicos —recomendación válida, pero insuficiente— sino en algo más complejo: abrir espacios donde el cuidador pueda recuperar un sentido de existencia propio dentro del vínculo que ahora lo absorbe.
No es un consejo práctico: es un trabajo simbólico. Es permitir que aparezca la pregunta por lo que el cuidador siente, teme, desea o extraña, sin que eso se viva como traición al ser amado.
Sólo cuando ese espacio interno se legitima, el cuidado deja de ser una forma silenciosa de autoaniquilación y se convierte en un acto humano, finito, lleno de límites y también de dignidad.
Quizás la cuestión más provocadora sea esta:
¿De qué manera la sociedad, la familia y a veces incluso los profesionales empujamos al cuidador mayor a ocupar un lugar de “heroísmo” que nadie puede sostener sin quebrarse?
¿Y qué cambiaría si, en lugar de exigirle fortaleza, lo habilitáramos a seguir siendo sujeto, incluso en medio del desmoronamiento del tiempo?
¿qué resonancias despierta este tema en quienes acompañan, cuidan o
trabajan con personas mayores?

